Juan José Moreti

Juan José Moreti / 1815

Juan José Moreti nació en Jaén pero creció y vivió en Ronda. Amante de la lectura y del conocimiento se interesó plenamente por Ronda.

Juan José Moreti se hizo cargo de la imprenta de su padre teniendo más a  mano la labor de edición y publicación, igualmente creo una sala de lectura y fundó varias publicaciones como: Guadalevín, Serrano, El Popular , y sobre todo Historia de Ronda en 1867 por la que es más reconocida su actividad.

Así relataba el impresor Juan José Moreti una leyenda de la época fronteriza, la de Cid Al-ben-Darraiz de Ronda en su “Historia de Ronda”

«A consecuencia de las alteraciones habidas en todas las líneas y los pueblos, los Alcaides de los puntos castellanos vigilaban con frecuencia las fronteras, y tal hacía Narváez el de Antequera, que no sólo vigilaba que sus subalternos vigilasen, sino que él mismo a caballo noche y día, estaba siempre al pié de las tierras de su mando con incansable celo.

Una de las noches que en el profundo silencio de costumbre, estaban los soldados del alcaide de Antequera tumbados sobre la hierba disfrutando del suave y embalsamado ambiente de las flores que mecía la fresca brisa, sintieron a distancia acompasados pasos de un caballo que en dirección a ellos se acercaba.

Mucho fue el contento de la tropa al comprender que se allegaba algún motivo en que sacar del ocio a sus espadas, y no se hizo esperar.

Un brioso corcel, regido por un gallardo joven que contaría unos veintitrés años escasos, se distinguía y no se habría este apercibido de la gente castellana cuando la blanda risa y nítida frescura de la noche, unidos a los amorosos pensamientos de su alma le incitaron a entonar una estrofa.

Pero cual fue su sorpresa al percatarse de que se encontraba junto al campamento cristiano. Los soldados se levantaron y le  conminaron a rendirse.

Una ojeada en torno de los que le rodearon, lanzada con iracunda acción, fue la respuesta que acompañó arrojando a gran distancia la lanza, el alfanje y  la almarada que traía a su cintura.

Sin más molestia ni otra ceremonia, el moro fue llevado a donde estaba Narváez, que al ver al prisionero tan ricamente puesto de marlota guarnecida de oro, de toca tunecina con bonete grana y delicado albornoz de Damasco, que le hacia aún mas gallardo y elegante, presumió que pertenecía alguna familia principal.

-¿Quién eres- dijo Narváez- y dónde vas a tales horas?

Dos lagrimas de ardiente sinsabor se desprendieron de los nublados ojos de Al-ben-darraiz, que tal era su nombre

-Soy -dijo- Abencerraje, nací en Ronda, adelantado de la frontera de Alora e hijo de Al-ben-darraiz alcalde actual de mi patria.

 Y viendo que Narváez lo miraba de hito en hito como echándole en cara su llanto y amargura, continuó:

-No me intimidan el cautiverio ni la muerte, pero ¡ay! es la primera vez  que he faltado a mi palabra.

-¿Qué quieres decir con eso?-le replicó Narváez.

-Deseaba cumplir con mis deberes vigilando los puestos de mi cargo y departir después con mi Jarifa algún momento de amor y de ventura; pero mi suerte no lo ha querido. Le tenía dada palabra. ¿Y qué dirá cuando no llegue…? Dime tú ahora, señor, si debo o no sentir mi arresto.

-¿Y si yo te permitiese la libertad precisa para ver a tu amada?. ¿Volverías?

-Si por fortuna se hallase aquí quien conociera mi nombre y proceder respondería; pero, ¿Qué contesto yo en este instante? Un juramento es la respuesta si en él tenéis la fe que los muslimes.

 El alcaide de Antequera no pudo reprimir la emoción de su carácter; su caballerosidad le revelaba que no habría hombre capaz de faltar a su palabra y entonces dijo:

-Al-ben-darraiz, estás en libertad; el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, te permite que cumplas tu palabra a la dama a quien la comprometiste; pero aguarda que lo mismo satisfagas el juramento que le ofreces. Adiós, en Antequera espero tu regreso.

Ni la flecha damasquina despedida por un arco de Turquía cruzara el viento con más velocidad que el caballo del rondeño.

Triscaban los guijarros oprimidos por los apresurados choques de su aceradas herraduras, y Al-ben-darraiz, como en brazos de un amor ardiente y puro se halló a las pocas horas en los alrededores de Coín.

 Entró en la población y se dirigió a los jardines de Jarifa, que después de sentidas quejas y desdenes, oyó la desventura de su amante.

Pero ella también estaba enamorada y en su delicadeza no cabía el consentimiento de una acción villana. Al-ben-darraiz debía volver a su prisión, más ¿cómo dejarlo solo? Iba a cumplir el juramento contraído, pero ¿quién sabía el porvenir?. Jarifa entra en amargas confusiones, el cariño a sus padres la detiene, el amor le interesa y arrebata, y al fin, con la respiración agitada y descompuesta se dirige a los cofres de su ropa, arranca de ellos la joyas más preciosas, los trajes más ligeros y exquisitos y, haciendo con todo un bulto, lo presenta a su adorado.

No bastaron las reflexiones más prudentes, las pinturas más tristes y más agrias del estado de cautivo, las privaciones que le aguardaban ni las penalidades que traía la esclavitud.

Pero esas amonestaciones eran hechas por un corazón herido de la misma enfermedad y claro es que no pudieron disuadir a la apasionada joven: así que ambos montaron sobre el caballo anhelosos solamente de cumplir la palabra y juramento contraídos y que la fortuna decidiese lo que  hubiese de venir.

Ni una palabra ni una reflexión acudió a interrumpir el silencio de los jóvenes amantes.

Entraron en Antequera y encaminados a presencia de Narváez, su actitud humillante y silenciosa suplió lo que el labio no pudo articular.

La joven desató el bulto que llevaba y sacando su más ricas preseas con las alhajas y collares que le servían de adornos, suplicó con abundantes lágrimas y virginal ternura, le sirviesen de rescate.

Medió un instante indescriptible. Tierna escena que no puede narrarse, porque tampoco mediaban palabras que la interrumpiera.

Al cabo, Narváez, con aquella majestad que lo caracterizaba, brindó cada una de sus manos a dos desanimados jóvenes y con voz consoladora y apacible les dijo:

«Sois libres: ornen esos presentes la sienes de la hermosa desposada y una a ellos los que yo le donaré».

 Mandó en seguida que todos los caballeros y señoras pasasen a conocer y ofrecer sus homenajes a tan leales y pundonorosos jóvenes, disponiendo que en seguida saliese de Antequera una escolta de escogidos caballeros y llevaran carta suya al padre de la novia suplicándole el perdón y otros para que condujeran y pusiesen a salvo a los recién casados a las puertas de la ciudad de Ronda.

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